Hermes Luaces y el método científico (o no)

POR JUAN CARLOS AVILÉS

«La figura del compositor es extraña, es alguien que escribe música pero que la mayoría de las veces no la interpreta. Y eso es relativamente reciente, porque Beethoven y Bach eran también intérpretes, y casi más conocidos como pianista y organista, respectivamente, que como creadores. El compositor está infravalorado y, en general, en la historia, todo el trabajo intelectual. “Me encanta esa canción de Madonna”, se suele escuchar con frecuencia, pero a lo mejor la ha compuesto el bajista del grupo».

Cuando me senté a charlar con Hermes Luaces, nuestro compositor invitado para esta novena edición del Festival, empezó a discurrir por el ambiente un halo de melancolía, de escepticismo, quizá de cierta decepción. Tal vez próxima a la soledad del corredor de fondo; o la misma que sentiría Lorca al comprobar que el público no le aplaude a él, sino a Nuria Espert encarnando a su Yerma; o la que siente un asturiano de corazón, de raíz, de entraña, cuando tiene que vivir en Madrid porque es ahí donde se parte el bacalao, en lugar de en un pueblín cercano a Salas donde pasó lo mejor de su infancia, o lo mejor de su vida. Allí vivió junto a sus abuelos y aquellos verdes prados a los que se quedó aferrado emocionalmente y que nos ha recreado, regalado, en su magnífica obra Cantos de la memoria.

—«De niño venía siempre en vacaciones a visitar a mis abuelos, pero ahora ya son mayores y están en una residencia en Tineo. La casa sigue ahí, pero sin ellos no es lo mismo. Ahora suelo venir dos veces al año, porque de alguna forma necesito reencontrarme con esa tierra y porque yo, antes que nada, incluso que español, me siento asturiano. España me viene grande, porque lo de la patria es algo muy abstracto. Cuando pienso en una patria pienso en un paisaje y en una gente, y mi patria es La Bouga (El Bosque). Cuando estoy allí siento que hay parte de mí, con las raíces hundidas en ese paisaje, en esos senderos, en esas personas…»

—¿Y eso te lo has llevado a la música?

—«Yo creo que la razón por la que soy compositor, o artista, es por la nostalgia que sentí con la pérdida de ese espacio, de ese paisaje. Cuando pasaba los veranos allí el momento de marchar era tremendo, y tener que regresar a una ciudad dormitorio de Madrid me asqueaba. En La Bouga, cuando iba a la escuela mi patio de recreo eran el río y los praos, y perder eso marca mucho. Y yo creo que ese sentimiento de pérdida es el que me ha llevado a la música, aunque tardé tiempo en dedicarme a ella profesionalmente, y tampoco soy un compositor que –salvo para esta obra— se apoye en músicas tradicionales».

En efecto, lo de la música fue un hallazgo tardío porque a él lo que le llamaba la atención era la ciencia, y en concreto la física. Y estudió física. Pero llamarse Hermes, cuyo referente mitológico es nada menos que el mensajero de los dioses, marca casi tanto como su niñez en La Bouga. Y la música es un mensaje siempre cargado de buenas noticias.

—«Empecé a estudiar física antes que música porque no estaba muy seguro de que pudiera vivir de ella, aunque todavía no lo estoy. Pero ya avanzada la carrera decidí que quería ser músico y, aunque la acabé por inercia, el tirón de la música era demasiado fuerte. Quizá porque había cierta tradición musical en mi familia, ya que a mi padre le apasionaba cantar copla. Y como lo que más me gusta de la música es escuchar, me preguntaba qué pasaría por la cabeza de alguien que es capaz de escribirla. El tirón era muy fuerte, y sobre todo el de la composición. Entonces empecé a formarme con profesores particulares y en academias, hasta que, finalmente, entré en el conservatorio, cosa que a lo mejor ahora no se podría hacer».

—¿Hay alguna conexión entre la música y la física?

—«Sí, mucha. Yo en la facultad conocí a bastantes músicos, y hay infinidad de físicos interesados por la música. En la música, y en el arte en general, hay un aspecto inconsciente, emocional, pero también de estructura, de planificación y de pensar mucho, y se trata de encontrar el equilibrio entre todo eso. Y esa parte racional es muy parecida a resolver un problema, porque tienes una serie de elementos y variables. En el caso de la obra compuesta para el festival esas variables son el coro, los instrumentos, un lugar específico donde se va a tocar, un tiempo de ensayo… Toda una serie de condicionantes que tú luego tienes que combinar y resolver. Yo no soy mucho de planificar, sino de que todo se vaya resolviendo sobre la marcha. Pero mi estado mental ahora mismo, intentando resolver este problema, es muy similar al que tenía cuando me enfrentaba a uno de física. Porque en la física se necesita inspiración también para encontrar la clave, algo que no lo tienes delante y que tienes que verlo, y que de repente aparece. Y como no sabemos de dónde aparece lo llamamos inspiración. Pero al final es el resultado de un trabajo».

El ’método científico’ de Hermes a la hora de componer no deja de ser un tanto suigéneris. Es la planificación de la no planificación. Cuando se trajo su Cantos de la memoria de Madrid, con la información que le había proporcionado Elena Montaña, los parámetros estaban trazados, pero luego había que adaptarlos al día a día de una semana de trabajo con músicos y cantantes la mayoría aficionados, que es la esencia del Conjunto Festival. Pero en los quince días siguientes al encargo, la obra estaba hecha.

—«Yo al principio tardaba muchísimo en componer las obras, cuando todavía no sabía lo que quería decir. En el proceso de creación estás tomando decisiones constantemente, y si en cada decisión dudas no acabas nunca. Pero la verdad es que ahora escribo bastante rápido».

—¿Y cómo aterrizaste en Piantón?

—«Yo a Elena no la conocía de nada. Nos puso en contacto Mario Carro (el compositor invitado dos años antes) porque nos conocíamos de haber coincidido en cursos y además congeniamos bastante en la forma de entender la música. Cuando me llamó Elena y me explicó el tipo de encargo de que se trataba y las características del festival, me puse a pensar, que en mi caso es no pensar, sino dejar que la cosa vaya fluyendo. Pero sin querer, o porque era inevitable, me vino a la cabeza mi infancia, empecé a escuchar las grabaciones de María Luz Cristóbal Caunedo, que es prima de mi abuela, vivió allí en el pueblo, y cuando cantaba en Tineo íbamos allí a verla. Y al empezar a escribir me salían cantos vaqueiros, porque yo he mamado mucho la cultura vaqueira ya que mis abuelos, aunque no eran vaqueiros, iban a trashumar con sus amigos de Buspol, que es eminentemente vaqueiro. Entonces seleccioné algunos de los temas que me sonaban, Tengo que subir al puerto, y La Vaqueirina, que tiene unos giros melódicos interesantes, aparte de la letra. Y empecé a escribir adonde me llevara la música, y me llevó a colocar esos cantos en un mundo que tiene mucho de mitológico, de onírico. Enseguida empecé a trabajar con ecos, con resonancias lejanas que me remitían a los valles de Asturias, al lugar donde se cantan. Quería reproducir no sólo ese canto, sino cómo se escucha cuando tienes siete u ocho años. O mejor, cuando recuerdas cómo lo escuchabas a esa edad. Y al final todo está teñido de mucha más emoción que cuando los escuchaste, porque los recuerdos siempre añaden muchas cosas. Entonces, al final la gente escuchará dos cantos que les suenan, que les resultan familiares, pero sometidos a un torbellino emocional y de memorias que están muy por encima de los cantos. Pero, al final, no se trata de unos arreglos, sino de una composición, con toda la carga emocional que conlleva. Para mí la música es una forma de autoconocimiento».

Cuando llevas un rato de entrevista las defensas empiezan a diluirse y lo que queda es lo mejor, dos personas charlando de sus cosas y sin los corsés atávicos que acompañan al periodismo de salón, que no es el mío. Empezamos a sentirnos bien.

—«Y tú pensarás: ¿Pero qué te va a decir la música, si la música no dice nada? Es algo que no puedes expresar con palabras. Dicen que el hecho de hablar es lo que nos permite pensar, y es cierto. Que podamos articular palabras a través de un lenguaje, eso es lo que nos permite pensar. Y nuestro cerebro dedica muchísimos recursos a la música, y cada vez más se sabe que forma parte de la estructura interna del cerebro. Así que hacer música también es una forma de pensar. Pensar en cosas que no es que vayan más allá, sino que van a otro lugar a donde no llega el lenguaje. Y esas cosas tienen mucho que ver con las emociones. Y es un poco lo que yo he querido explorar, porque para mí componer es como un auto psicoanálisis. Cuando te metes en una obra es cuando vas descubriendo realmente de qué va, y te das cuenta de las emociones verdaderas que ello te hace sentir. Pero lo que no tiene el psicoanálisis es que yo, después de todo ese proceso, lo puedo compartir».

—Una vez metidos en faena, ¿qué impresión te está causando un festival de estas características, así como de andar por casa?

—«Este tipo de iniciativas son para mí las verdaderamente importantes. Hay otras más pretenciosas, con mayor presupuesto, con superior alcance. Pero el público necesita hacerse partícipe de lo que se está construyendo. Lo que busca la gente con la música es una experiencia que le haga trascender la vida cotidiana. Los que aman la música y tocan un instrumento se sienten a gusto porque pueden interactuar. Y los que apenas la conocen necesitan algo que les haga entender que tienen un vínculo con aquello que están escuchando. Y eso aquí lo encuentran. La gente deja de ir a los auditorios porque son sitios fríos que cada vez se parecen más a las factorías. Ir a un concierto no solo es ir a escuchar música, es participar de un rito. Para mí, el gran fracaso de la llamada “música culta” es no haber sabido crear otros nuevos».

—Buceando en internet para saber de ti he visto que eres un músico arriesgado, experimental, tal vez por esa impronta científica de la que no puedes desasirte. Por ejemplo, algo que me llamó la atención es que has compuesto obras para percusión y órgano, un binomio cuanto menos extraño…

—«El tema del riesgo es casi un cliché en la música de vanguardia. En la vida y en el arte tienes que tirarte a la piscina y asumir los riesgos que ello conlleva. En lo que no coincido con la mayoría de mis colegas es en dónde está ese riesgo. Desde los años cincuenta, al final de la segunda guerra mundial, se pensaba que el riesgo era intentar encontrar nuevos lenguajes, en abandonar la tradición para ir a la búsqueda de lo desconocido, aunque costara quedarse sin público. Para mí el reto hoy en día ya no es ese, sino seguir haciendo la música en la que creo como heredero de una tradición, la europea, que ha sido muy fructífera y que está viviendo horas bajas como consecuencia de la guerra fría, porque la cultura estadounidense ha avanzado y arrasado tanto que nos ha reducido a un gueto, con las culpas que también tenemos nosotros. Y ahora el reto está en recuperar eso, seguir haciendo la música que yo quiero hacer como algo que realmente te puede cambiar la vida y que va más allá del entretenimiento, y comunicárselo a la gente que te rodea. A pesar de lo que suelen decirte: “A ver Hermes, si tú quieres hacer una música que realmente valga la pena, olvídate, porque no la va a entender nadie. Y si la entiende, entonces es que no merece la pena”. Pero la esperanza de la vanguardia es que el público acabe por venir. En fin, es un debate en el que mucha gente estaría en desacuerdo, pero no hay nadie que pueda entender tu música mejor que tus contemporáneos. El impacto de la música de Beethoven, cuando lo que se había escuchado entonces era Haydn y Mozart, fue brutal. Alguien que haya escuchado a Wagner o Shostakovich no puede entender lo que era Beethoven en su contexto. No, no me vale. Yo espero que mi música se entienda ahora. Si al público de este festival, que no es el más entendido, mi música les entrara por un oído y les saliera por otro para mí sería un fracaso».

Se ponga como se ponga nuestro compositor invitado, para mí la música de vanguardia es un salto en el vacío, un riesgo de altura, aunque venga apadrinada por Europa. Pero en que la transmisión de emociones es un lenguaje universal tiene más razón que un santo, porque a él se le desbordaron en la iglesia de Piantón y el público aplaudió a rabiar, dulcemente acorralado por sus compases envolventes y nostálgicos. ¿Será que la música contemporánea te da más libertad a la hora de componer y eso trasciende al auditorio?

—«Depende lo que se entienda por libertad. Para mí es tener el mayor número de opciones posible. Lo que te permite la música contemporánea es poder sostenerte en una tradición que es inmensa, y que contiene tantas posibilidades y recursos como ninguna otra. La capacidad que tu puedas desarrollar es mucho más limitada en lo que conocemos como música clásica, que no es otra cosa que la música de tradición europea. Hay música de tradición afroamericana, china, india... y europea, que es la que yo hago. Y esa música te brinda una libertad como ninguna otra, lo que no implica que las demás tradiciones no sean maravillosas.

—A pesar de haberte incorporado tarde a la música, tienes una excelente trayectoria. ¿Estás satisfecho, o te tira el muro de las lamentaciones?

—«Es una pregunta que me hago muchas veces. Lo primero es que no tengo muy claro adónde quería llegar, entonces no sé si he llegado o no. Si pudiera hacer un viaje en el tiempo y escuchar la música que hago ahora, pero treinta años atrás, me daría con un canto en los dientes, habría superado mis expectativas. ¿Estoy satisfecho con la música que hago? Pues yo diría que sí, porque he encontrado una manera de expresarme que ya considero propia y que los demás perciben como tal. Mi ideal es trabajar en una sociedad en la que lo que yo hago tenga sentido y signifique algo para los demás. Un público que espere mis obras y que yo sienta que las necesitan. Que probablemente lo hay, lo que pasa es que está muy disperso. Pero para que esa sociedad sea posible habría que superar este debate del que hablábamos, y es un debate a muerte. Si ellos tienen razón yo no la tengo, y si la tienen ellos no la tengo yo, y eso significa que has perdido el tiempo.

—¿Y las nuevas tecnologías cómo influyen en todo eso?

—«Rotundamente. Hay algo muy interesante en el mundo en que vivimos, y es que las minorías ahora son millones de personas. Y lo ves en redes sociales como Youtube, en la que alguien se pone a hablar sobre cómo se plantan los champiñones y tiene un millón de visitas. Hoy día cada vez es más fácil llegar a ese público, porque está ahí. Y yo confío en que tengo un público que también está ahí, pero que todavía no me conoce. Y que está esperando esa música, porque lo percibo. Lo que pasa es que no es el discurso hegemónico y lo dice con la boca pequeña. En efecto, el impacto de la digitalización del mundo de la música y de su fácil reproductibilidad es tremendo, y está pasando también con el libro. Yo me he gastado fortunas en discos, y cuando te regalaban uno lo rayabas de tanto oírlo. Y ahora escuchas: “Si me habrá gustado esa música, que hasta me la he descargado”. La música tiende a ser gratis. Yo una vez coloqué un disco en Spotify y por cada audición —completa, que si no nada— me daban un céntimo de euro. Al compositor sólo le quedan los derechos de autor, y los derechos de autor nunca han estado tan desprotegidos. Salvo los más consagrados, los compositores no viven de su trabajo».

Entre discurso y discurso, hay que comer todos los días, incluso tres veces. Por eso los músicos echan mano de la enseñanza y así comprar esas horas que necesitan para componer, o para tocar, o para trascender el dichoso debate de si lo bueno es enemigo de lo aceptable. Y Hermes da clases de música, y hasta de matemáticas, que para eso viene de ciencias.

—«Sí, soy profesor de instituto, que es un trabajo que te pone los pies en la tierra. Yo saqué la plaza como interino en el conservatorio, pero nunca la ocupé porque le tengo un poco de inquina a los conservatorios. Y ahora no lo haría aunque me hicieran catedrático, porque es una burbuja de la que es difícil salir y en la que prima ese pensamiento hegemónico del que hablo. El instituto me ha ayudado mucho a aprender cómo la gente escucha. Hay quien dice que es muy satisfactorio enseñar, pero a mí lo que me satisface realmente es todo lo que aprendo. Y a raíz de la crisis, encontré la ocasión de reconciliarme con las ciencias. Como se redujeron las horas de música tuve que dar también clase de física y de matemáticas. Y estuve ocho años dando clase de matemáticas».

Ha sido nombrar la comida unos renglones atrás y parece que el bichín de la fame se ha desperezado. Es lo que tiene aprovechar el hueco entre el final de los ensayos de la mañana y la hora del ágape para estos gratos encuentros con los músicos. Y confieso que hablar de lo humano y lo divino con Hermes Luaces ha sido muy gratificante. Todavía en su bien amueblada cabeza andan trasteando los compases de la obra que estrenará en pocos días en Piantón, con todos los mimbres del variopinto cesto del festival. Aún no sabía que iba a ser un exitazo y que se le iluminaría la cara al comprobar que ese espléndido y mágico viaje por los verdes prados de su Bouga del alma lo hicimos todos con él. Y tan felices.

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