JUAN CARLOS AVILÉS
Desde que iniciamos la serie de encuentros con los músicos para este rincón de la página web del festival se me quedó uno de ellos en el tintero (una forma de hablar, porque ya nadie tiene un tintero). Y precisamente la voz cantante, en el amplio sentido del término, de esta espléndida aventura musical. Me refiero a Elena Montaña, la inspiradora y artífice —junto con su marido Íñigo y otros profesionales no menos relevantes— de un tinglado que va camino de cumplir dos lustros. Y la ocasión me vino que ni pintada: el Concierto a la luz de las velas que ella, junto con otra veterana del festival (en presencia, que no en edad), la chelista y también cantante Virginia del Cura, celebraban al alimón en esta edición. A Elena la conocí hace casi quince años, cuando buscaba a alguien que pusiera en marcha y dirigiera el coro del periódico en el que entonces trabajaba. Finalmente fue Íñigo, experto en esas lides, quien se comió el marrón de adiestrar musicalmente a veinte voces disonantes e inexpertas (por eso se llamaba Veinte al Coro) para que sonara algo mejor que un gallinero. Milagrosamente, con la ayuda de Elena en las clases de técnica vocal, lo lograron y hasta llegamos a hacer bolos y todo. Pasados unos pocos años, y con la dichosa crisis, el coro se fue al garete, pero quedó una bonita amistad que es la que ha hecho posible que me tengáis aquí dando el tostón y contando batallitas, que es lo mío.
Y me pareció una buena oportunidad para que ambas celebrantes, especialmente Elena, nos acercaran algo de su biografía profesional, y de esa manera entender mejor por qué este festival felizmente es cómo es, y no de otra manera, o sea, uno más. Pero también para que desentrañaran qué clase de latidos alientan el corazón de dos artistas que, como ellas, sienten la música no solo como una profesión, sino como una forma muy especial de afrontar la vida. Pues vamos con Elena.
—«Yo empecé a estudiar música en Madrid y terminé en Suiza. Lo de estudiar fuera es una opción muy interesante, pero más que nada porque te sirve para localizarte como persona, porque no tienes ninguna referencia y te reubicas de una manera mucho más auténtica. Y a mí eso me parece que proporciona una riqueza total. Yo siempre quería estudiar en el extranjero porque me interesaba el lied y la música de cámara y todo el mundo me decía que si quería estudiar lied aquí no pintaba nada, “porque saliendo de la zarzuela no vas a poder cantar otra cosa”. O sea, que era evidente. Además, tenía el aliciente de que me gustan mucho los idiomas».
—¿Y Suiza, por aquel entonces, era un referente musical para lo que andabas buscando?
—«La realidad es que estaba dando clases con una profesora que pasó por Madrid, Rosa María Meister, que cantaba con guitarra, un género que a mí me gusta mucho. Ella daba clases en la Suiza francesa, y como yo hablaba bastante bien francés, me apeteció mucho la idea. También tenía ganas de ir a Alemania, porque era la manera de mejorar mi alemán materno también, y había otro profesor en Leipzig que era muy bueno. Pero una vez decidida a dar el paso, en Suiza me cogían ya y en Alemania tenía que esperar hasta hacer el examen de ingreso, que era en febrero y estábamos todavía en verano. Una vez allí, lo que más me sorprendió fue la organización, que al parecer mi gen alemán necesita, porque la escuela de canto de Madrid era un despiporre. Y lo que más me maravillaba es que tenías derecho a estar un máximo de seis años y, a lo sumo, podías repetir uno y estar siete. Y en la escuela de canto de Madrid los alumnos llevaban una media de catorce. Una vez en Suiza, en tres años terminé la carrera y luego me fui a estudiar con el que yo considero de verdad mi maestro, un inglés, galés, Denis Hall, que me hizo una audición y dijo que me cogía. Con él estuve ocho años, tres allí y cinco en que le estuve trayendo para cursos y demás. Con ese hombre yo aprendí todo lo que no había aprendido antes, porque además tenía una personalidad desbordante y era enormemente divertido. Pero luego, una vez aquí, es otro mundo. Leí en un libro que después de dos años fuera necesitas cinco para readaptarte, y yo estuve más. Pero como tengo la convicción de salirme siempre con la mía, y me gusta enormemente lo que hago, he podido sobrevivir a pesar de los muchos obstáculos. Así que me he hecho una carrera a mi medida, de una madre con hijos, y dar clases, que es de lo que se puede vivir, pero no he dejado nunca de hacer mis proyectos. Y como vengo de familia de artistas, siempre me ha interesado mucho la música contemporánea, por lo que tiene de creación viva y en directo. Sin embargo me sorprendió muchísimo lo diferente de la realidad, la sensación de asistir a un club de Tupperware donde solo los iniciados conocen un idioma que nadie entiende. Eso me dejaba muy perpleja. ¿Qué pasa aquí, que a la gente la música viva no le dice nada, por qué a esta música le cuesta tanto llegar al público? Así que hemos hecho montones de proyectos en ese sentido».
Cuando yo conocí a Elena fue precisamente en uno de ellos, una especie de ópera-teatro-performance, o algo así, que presentaban en un festival de música contemporánea en Alicante al que, por estas cosas del destino, fui invitado.
—¿Y sigue existiendo esa frontera irreductible entre música clásica y contemporánea? Es ahora Virginia quien toma la palabra.
—«Sí, pero eso siempre lo ha habido. Si tú te vas a le época de Mozart, aunque su música no era contemporánea no todo el mundo la aceptó hasta bien entrada la década. Quiero decir, que la ruptura, lo ‘moderno’, siempre ha costado introducirlo, igual ahora que en el Barroco».
—Pero entonces la música clásica, como tal, se va quedando reducida a muy poquito…
—«La música clásica», dice Virginia, «ahora mismo es toda música histórica».
—«Y también se queda reducida a lo que programen los centros», apostilla Elena, «porque si sólo se programa a Bach, Brahams o Beethoven pues al final es lo que conoce la gente. El otro día Hermes (el compositor invitado) decía una cosa muy interesante, que después de la segunda guerra mundial, igual que el mundo se dividió en dos potencias, en la guerra fría también se repartió la cultura. Entonces, a nivel europeo estaba la rama alemana o la francesa, y a nivel internacional se dividió entre Rusia y América. Y aquí predomina la alemana, desde luego, y la francesa en segundo lugar. Y los españoles, pues nada, de camareros de los europeos. Mi profesor de piano en Suiza, solo un poco mayor que yo, era compositor, y todos los años su ciudad le encargaba algo; y le pagaban, claro. Y cuando yo le contaba que en España los compositores regalaban las obras no entendía nada. Y como eso, tantas cosas. Entonces a mí la música contemporánea me mueve, me atrae mucho, sobre todo la suerte de que esté viva la persona que la hace y puedas preguntarle y escuchar de primera mano lo que pretende o cómo lo prefiere».
—«Es como Stravinsky, que también fue un tachado de su época», añade Virginia, «y él era a la vez el director de sus obras, las componía y las dirigía. ¿Tú sabes lo que debe de ser tocar en una orquesta con Stravinsky?».
Pues me hago una idea, sí. Virginia siguió argumentando, pero unas ráfagas de viento que se repitieron a lo largo de nuestra charla al aire libre, y que te pueden hundir una grabación, no dejaron apreciar la emoción que supondría estar en el entramado orquestal de, por ejemplo, La consagración de la primavera. Y entonces, en una tregua ventosa, entró Elena describiendo algunas de sus experiencias creativas con alumnos.
—«Yo he escrito varios libretos de ópera, algunos compartidos para adultos y otros solo míos para niños. Así que en la escuela me fui a la clase de armonía, eché un vistazo y dije: a ver, tengo un cuarteto de niñas que cantan bien, un señor que se defiende estupendamente solo, y así sucesivamente. “Con todos estos elementos necesito que me hagáis algo, y cuando lo tengáis compuesto lo ponemos a funcionar”. Y salió un montaje de 101 personas, muy bonito. Antes también había escrito el libreto entero de una ópera que se llama La Isla de la bruja, con música de Enrique Muñoz, y esa se ha hecho muchas veces. El principio es el siguiente: los cauces oficiales son los que son, y son poquísimos aquí, así que habrá que moverse por libre. Y eso era lo que me llamaba más la atención de Suiza, que estaba todo estratificado. Tú salías de tu carrera y te mandaban a audicionar aquí y allá porque te daban trabajo. Esto aquí es impensable. Aquí te dan una patada en el culo y allá te las arregles».
—¿Y en Suiza llegaste a trabajar?
—«Muy poco, solo un par de cosas; una que grabamos en la catedral con arpa y otra con un coro de mujeres, pero yo me vine enseguida. Y ese fue mi momento de mayor duda, pero me apetecía tener niños y hacer otras cosas en la vida, y tres años allí ya estaban bien. Pero me hizo ilusión que una vez grabaron un CD de autores españoles y figuro en él como libretista. Aunque lo que realmente me encanta es la labor pedagógica. Yo siempre he enseñado, con muchísimo orgullo y con la convicción de que lo estaba haciendo bien. De hecho, en la carrera me pusieron una nota altísima por enseñar. Allí (en Suiza) cuando te vas a graduar te dan un alumno en tutela que acaba de entrar en el conservatorio, y luego lo examinan en público. Tú le has enseñado a lo largo de un año y luego lo muestras a la gente, y eso me pareció maravilloso porque es valorar una cosa tan importante como es la pedagogía. Sin embargo, en España dar clases es como de tontos; el que no vale para otra cosa da clases, y para mí es todo lo contrario. Entonces yo creo que en eso he tenido bastante criterio, y desde mis clases he hecho muchas cosas de las que me siento muy satisfecha».
—Pues ya tenemos el perfil de Elena: rebelde, pero con causa…
—«Sí, sí. Incluso tuve un profesor que me decía: “Elena, eres muy rebelde, y así no te vas a casar nunca”. Pero no dio ni una».
Quienes hayan seguido el festival un poco de cerca recordarán que a la chelista Virginia del Cura hemos tenido el placer de escucharla en un par de ocasiones anteriores. La primera, hace dos años, como parte del dúo Eendracht, y la siguiente, como solista, en la pasada edición. Suficiente para demostrar sus dotes como concertista y rebelarse, asimismo, no solo como espléndida cantante sino con cualidades docentes suficientes como para integrarse, este año, en las labores de formación del Conjunto festival. No en vano durante el pasado curso estuvo ejerciendo en el área socio educativa de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León.
—«Sí, pero este año las cosas se han puesto más difíciles y no he conseguido que me renueven, así que he decidido tomármelo como año sabático. Cuando llegué de Holanda, aun sin haber acabado el máster, ya vine con este trabajo debajo del brazo, pero por razones extraprofesionales que no vienen al caso –sino más bien por la estructura interna de la Orquesta—no he logrado que me renueven. O sea, que a seguir buscando».
—Y en esa tesitura de tener que reinventarte a ti misma, aparece Piantón y este año empiezas una nueva etapa vinculada de lleno al festival.
—«Pues al final sí que es verdad, que después de dedicar toda mi vida a estudiar algo que me encanta como es la música, entras en el mundo profesional y te encuentras con un montón de trabas para hacer lo que te gusta, porque hay demasiada demanda y poca oferta. Entonces Piantón me viene como agua de mayo, pero no solo a mí, me imagino que a todo el mundo que se interese por la calidad musical o por lo que tú puedas decir o hacer con tu música. Porque muchas veces en los conservatorios también hay favoritismos que te ayudan a llegar más lejos, y parece que si no estás entre esos cuatro o cinco que todo el mundo halaga no vas a tener un futuro. En resumidas cuentas, que si te sientes un poco independiente lo tienes chungo».
—O sea, que podemos deducir que la confluencia entre Elena y tú es porque en el fondo sois almas gemelas. Cada una con su rebeldía a cuestas.
—«No sé, yo no conozco suficientemente a Elena como para asegurarlo, pero lo que si me daría mucha pena es no poder dedicarme a enseñar con ‘bondad’ la música. Y este festival es perfecto para ello, y para mostrárselo a mucha gente».
—El festival tiene un componente docente muy significativo, y en ese sentido tanto Elena como tú tenéis mucho que aportar.
—«Es el componente didáctico de la mayoría de los músicos, que siguen aprendiendo para poder dedicarse en un futuro a enseñar. Porque también se aprende mucho enseñando, desmenuzando las cosas, para luego administrar tus conocimientos a una persona que no sabe nada o muy poco con la suficiente eficacia. Entonces una vez que desaprendes todo lo que has aprendido durante diez años, o catorce, o veinte, ya eres capaz de volver a construir, y creo que es un trabajo muy bonito».
—Desaprender para enseñar, bonito razonamiento. Y tú que este año has aterrizado con todo el bagaje de dos experiencias previas de festival y la de tu paso como enseñante por la Orquesta de Castilla y León, ¿qué crees que puedes aportarle a Piantón?
—«Una de las cosas que más me llamó la atención fue precisamente el coro. Pero no por el hecho de que venga gente de todo tipo y de que a mí me guste cantar, sino porque acude gente que no tiene ni idea y canta con nosotros. Y lo mismo que la Orquesta tiene una parte socioeducativa, en la que se supone que todos los miembros colaboran de una forma determinada, luego te das cuenta de que la grieta es absolutamente enorme y de que no hay conexión. Porque no se trata sólo de una clase una vez a la semana y ya está, sino que la inmersión debe de ser aún mayor. En el caso de nuestro coro creo que un músico profesional debería tutelar de alguna forma a un miembro del grupo, algo así como ‘apadrinarlo’, de manera que se cree un componente emocional mucho mayor. Con media hora o una hora al día sería bastante para tener un contacto directo con un profesional que te está tratando a ti individualmente, que le importas y se preocupa por ti. Yo creo que los beneficios serían evidentes, no sólo a nivel individual sino del conjunto».
—Sí, pues estaría bien encontrar esa sinergia que conectase emocionalmente a esos dos sectores, aficionados y profesionales. ¿Y a Elena qué le parece?
—«La idea es muy buena, pero habría que darle una dimensión práctica. Yo creo que eso cada vez se va logrando más. Este año, por ejemplo, estoy encantada porque ninguno de los músicos invitados se ha quejado para nada de esa dicotomía entre ellos y los miembros del coro, sino todo lo contrario».
—«Claro», apunta Virginia, «y eso en otros festivales no pasa. Como mucho se prepara una master class para sacar más dinero a la que se apunte la gente, y eso es lo que a mi más me ha gustado de este festival, que se ha inventado una fórmula mucho más coherente y humanizada. Y barata, por supuesto».
—«A mí lo que me llama más la atención», añade Elena, «es que gente que ya ha acabado su carrera busque este festival. O sea, que algo estaremos haciendo bien, digo yo».
Bueno, el caso es que el festival ya está en una fase en la que empieza a haber un antes y un después, aunque el ecuador oficial sean los diez años. Ya vamos incorporando músicos, como es el caso de Virginia, y eso es una forma de hacer cantera y de ir preparando un relevo natural surgido de la propia esencia de la muestra.
—«Hombre, sobre todo cuando parte de la organización no vive en España», argumenta Elena, «y no le resulta fácil venir todos los años. Si hay una pata que no está los demás no podemos cargar solos con ese peso. Y para mí el hecho de que apareciera alguien como Virginia, con esa formación instrumental y vocal, y con esa personalidad tan independiente y con ideas propias, fue un respiro, y ese es el tipo de ayuda que necesitamos. Lo que nos interesa es alguien que ya es músico, porque es una manera de estar en la vida, no sólo de ganarte las lentejas. Y eso es lo que no es tan frecuente. Hay gente que toca muy bien pero luego te pones a hablar con ellos y piensas que lo mejor es que siga tocando. En ese sentido Marco Antonio (se refiere a Bonanomi, la ‘tercera pata’, que reside en Suiza) es también una persona superespecial. Tiene una formación brutal, sabe idiomas, cantar, tocar el piano, domina su instrumento… Es un músico global, y eso es lo que necesitamos ir incorporando».
Parece que el simple hecho de ser joven favorece el grado de pureza y naturalidad de los músicos. Porque la conciencia de tener una profesión un tanto exclusiva, más una cierta dosis de divismo, a lo que hay que añadir la perdida de contacto con el mundo exterior al estar tanto tiempo entregado al estudio y los ensayos, pueden ser una bomba de relojería a la hora de socializar. Y si además eres absorbido por un sistema musical bastante cerrado… Virginia puntualiza.
—«Yo tengo que decir que, en ese sentido, mi orquesta era una maravilla porque hay mucha gente joven, con mucho interés. Pero a veces tampoco es la panacea, porque uno de los que me caían mejor a nivel humano era un holandés de sesenta años, ya ves tú».
Y Elena pone su grano de arena.
—«Yo me acuerdo de que, cuando éramos pequeños, donde estudiábamos música hicimos un montaje que era muy bonito, un Britten muy famoso que es la historia de Noé. Y resulta que teníamos que hacerlo con el coro nacional, el de RTVE. Con la nefasta coincidencia de que el día del estreno mataron a Carrero Blanco y nos quedamos compuestos y sin novio. Pero hicimos todos los ensayos hasta el estreno. Éramos unos chavales de escuela de música, unos pipiolos, y yo me aluciné por las barbaridades que le decían a Odón Alonso los cantantes y los músicos, tratándole como si fuera la última piltrafa del mundo. Así que yo pensé, ¿pero esto es el coro de RTVE? ¿Qué pasa aquí? Era como entrar en el lado oscuro».
—«Pues yo he llegado a ver a orquestas ensayando algunas piezas espléndidas», añade Virginia, «y estar el director enfrascado en uno de los momentos culminantes cuando dan las dos de la tarde y algunos músicos, con sus santas narices, recogen y se marchan. A las dos en punto, ni un minuto más».
Parece que estamos hablando de cierto espíritu funcionarial…
—«Lo bueno de Piantón», interviene Elena, «es que al final, y valiéndonos lo que hay —eso sí que es hacer de la necesidad virtud—, hemos reunido músicos de cámara, y el género de cámara es, con mucha diferencia, el de mayor independencia, de más ideas propias, y el que reúne a músicos más auténticos. Y eso me gusta, el habernos hecho fuertes ahí. Y muchos de ellos seguirían en la cámara si no fuera por la volatilidad que implica ese tipo de música, y al final renuncias a todo para entrar en una orquesta porque tienes que comer y es un sueldo fijo».
—«Pues es una pena que en España no se pueda vivir de la cámara, porque en el resto de países, sí», dice Virginia.
—«En Holanda, por ejemplo, tiene mucho arraigo esa música…»
—«Sí, pero me da la sensación de que allí tampoco es muy fácil. Mi profesor, por ejemplo, trabaja en cuatro conservatorios y no le llega el dinero. Y tiene su grupo de cámara, su festival, pero ni aun así».
—«Bueno, pero la cultura que hay de música de cámara es intensísima, porque además está muy vinculada al clima y a la religión», puntualiza Elena. «Y para que veas como son los músicos de cámara. ¿Te acuerdas cuando vino Irene Cok, aquella chelista pelirroja del quinto festival? Era un dúo de chelos, y de repente a una casi se le muere la madre y no podía venir. Y esta chica me dijo: “No te preocupes que no te voy a dejar colgada, y yo voy, porque sé lo que es organizar este tipo de cosas y que alguien te falle. Así que estoy dispuesta a dar el concierto yo sola”. A ver quién te hace eso. Y luego nos contaba que ese año había terminado su máster, y que su profesor quería que se quedase un año más, pero estaba harta de estudiar y lo que quería era tocar, que le dieran su título y que le dejaran hacer música. Pero hay que ser una tía inteligente e íntegra para hacer eso…»
Son los entresijos, las grandezas y miserias de la música, que nada es idílico. Y aunque solo hablaran entre ellas, me pareció interesante reflejarlo aquí para hacer justicia a la realidad, y de paso ensalzar un poco los valores de este festival. Pero Elena y Virginia tienen otro tipo de diálogos en los que también se entienden de maravilla, los musicales. Así que este año han decidido mostrarlo al público, y así surgió este segundo Concierto a la luz de las velas. Y, cómo no, brotó la magia. Y algún que otro fluido surgido de las candelas que, a pesar de alguna tos que otra, no logró deslucir el concierto. Elena cuenta cómo lo echaron a andar.
—«Cuando empezamos con el festival, los mismos que lo organizábamos hacíamos conciertos. Y luego no lo hemos querido dejar porque es una manera de estar ahí y de que se vea que seguimos siendo músicos. Así que, cada dos, tres años, siempre hay uno. Y yo el año pasado, cuando vi el resultado del de las velas, me pareció tan bonito que dije: “Éste para mi”».
—La verdad es que con esa escenografía y ese clima se crea una atmósfera muy especial, muy íntima. Y con el añadido de que es en una iglesia, el público se queda embobado y en silencio como si de una ceremonia religiosa se tratara.
—«Virginia y yo nos hemos ido currando el concierto a lo largo del año. Ella se vino en alguna ocasión a Madrid, y yo también fui a Valladolid. Pero dar ese tipo de concierto aquí es un poco fastidioso, sobre todo para la voz, porque llevas una carga de trabajo tremenda detrás de ti. Entonces, si metemos todos esos elementos en el bote, el resultado creo que ha sido más que satisfactorio. A mí me hubiera gustado estar más relajada y tranquila, pero bueno, también hay que tener la frialdad de enfrentarse a los retos. Y luego elegimos obras que para este tipo de conciertos funcionan muy bien».
Y, efectivamente, en el resultado se advirtió esa complicidad de dos artistas compenetradas, profesionales, amantes de la música y, además, independientes y con la salvaguarda de su punto de rebeldía. No hay como amar realmente lo que haces y despreciar el lastre de artificios y oropeles. Elena y Virginia nunca se harán ricas con la música. Ni maldita falta que les hace, porque ya lo son. En fortaleza, autenticidad, valentía e ilusiones. El resto, aun con la música de por medio, solo es silencio.
Pues un verdadero placer, queridas.