JUAN CARLOS AVILÉS
Hay dos Alejandro M. Ares. A uno lo conocí ayer, durante el espléndido concierto que ofreció en esta novena edición del Festival de Piantón. Un hombre circunspecto, solemne, de barba negra cerrada a juego con su indumentaria, apostado tras su acordeón imponente, casi catedralicio, que salvaguarda unos confesados signos de timidez y de pudor ante el público expectante. Y dispuesto a demostrar, con virtuosa y malabarista maestría, que ese instrumento tradicionalmente asociado a la música popular, alentadora de festejos y celebraciones varias, es una cosa muy, pero que muy seria. Al otro lo tengo ahora delante, un tipo abierto, cercano, afable, con el atuendo informal de los ensayos y esgrimiendo una voz grave, radiofónica, bien temperada, pero en una clave coloquial y campechana que le acerca mucho más a la francachela del chigre que a las aterciopeladas salas de conciertos, si es que quedan. Hay un acordeón para cada ocasión y un Alejandro para cada circunstancia. Y yo me quedo con los dos.
—¿Cómo decidiste que el acordeón iba a ser tu compañero de viaje el resto de tus días? Porque es una decisión importante…
—Tan importante que no lo haces conscientemente. Es una casualidad. A veces digo que los instrumentos musicales parece que te escogen ellos a ti, o que te ves envuelto en sus redes de repente. En casa mi padre tocaba el acordeón después del trabajo, y yo me pasé la infancia escuchándolo a todas horas. Para mí era como un gran juguete, una gran consola, pero en un principio no recuerdo haber sentido un tirón especial hacia este instrumento. Inquietudes artísticas si he tenido, me gustaba pintar, dibujar, pero la música es muy poderosa, te arrastra a su mundo y no te deja lugar para otra cosa. También me atraía el deporte, el fútbol, pero nada, imposible. Todo eso quedó en la recámara. En cualquier caso yo creo que el arte no es unidireccional, y el hecho de que te inclines por la música no quiere decir que se excluyan otras posibles manifestaciones artísticas.
—¿Y tu padre tocaba en alguna banda o algo así?
—No, un poco en una charanga que había allí. Yo me crié en el Bierzo, en un pueblo que se llamaba Las Ventas de Albares, donde estuve hasta los 11 años. Mi padre trabajaba en la mina y luego tocaba en una charanguita, de oído, claro. Pero tenía una enorme pasión por el acordeón y en casa siempre había dos o tres danzando por ahí.
—El acordeón además es un instrumento muy arraigado en el norte…
—Sí, y mucho más relacionado con la minería, porque los sueldos del minero eran los únicos que permitían comprar un instrumento tan caro como ese. El acordeón es muy popular, y está muy asociado a fiestas de prao. Realmente como instrumento nació en 1829, aunque hubo alguna experiencia anterior. Y luego va sufriendo un desarrollo brutal, sobre todo en Italia y en Rusia. Yo los dos instrumentos que tengo están fabricados cada uno en uno de estos sitios.
—Uno de los méritos que, sin duda, se te pueden atribuir es haber dignificado el acordeón como instrumento de concierto.
—Sí, por ahí va la cosa. Yo también toco música popular y me acoplo a todo, pero cuanto mayor me hago más me decanto por la música clásica, porque en lo otro no tengo mucho que aportar, ya que lo que hago yo lo puede hacer cualquiera. Pero en el otro ámbito el margen es mucho mayor y te permite crear nuevas músicas, como es el caso del recital de Piantón en el que estrené una obra que sonó aquí por primera vez.
—Al verte tocar se advierte una especie de diálogo, de entrega, de relación íntima con el instrumento. Y esa complicidad se trasmite mucho al exterior.
—El acordeón yo lo comparo a veces con el chelo, porque tocar con las manos de frente al público es muy duro, y a veces esconderte un poco te permite encontrar esa conexión con el instrumento y, si además eres tímido como yo, refugiarte de la presión del público. Es un acto de desnudez prácticamente. Sales a desnudarte y a demostrar cómo digitas, cómo mueves uno u otro dedo. Y el público lo está viendo todo.
—¿Cómo ha sido tu evolución desde que saliste del conservatorio?
—Yo he tenido una carrera un poco errática, incluso tuve un par de años de crisis vocacional, entren los 19 y los 21, pero enseguida volví al redil y con las orejas bien agachaditas, y fue cuando decidí matricularme en el conservatorio, y realmente fue lo mejor que hice. Pero hasta esa época no me lo tomé demasiado en serio. La evolución mía empezó desde que me incliné por hacer la carrera superior hasta hoy en día. Y siempre tuve la inclinación de trabajar en conjunto con compositores para poder aportar nuevo repertorio a mi instrumento, que es un trabajo que se ha hecho mucho en acordeón, y gracias a eso disfrutamos de obras muy buenas y de un repertorio medio decente. A partir de que se introduce en las salas de conciertos lo único que puedes hacer son adaptaciones de autores, pero no es la identidad del instrumento. Estás adaptando obras de piano, de órgano, de orquesta, pero hay que dotar al instrumento de un repertorio propio y de nueva creación, y hacerlo con compositores que trabajen exclusivamente para acordeón.
—¿Y hay mucho compositor para acordeón?
—Hay mucho interés últimamente. Desde la última década del siglo XX los compositores ven muchas posibilidades al acordeón. Es un instrumento portátil, te da cierta sensación orquestal, te permite muchos efectos.
—Y luego hay que tocar en solitario, porque se acopla mal en una formación orquestal.
—El dúo chelo-acordeón es muy frecuente, aunque yo en grupos de cámara prácticamente no he participado. Estoy muy centrado en el acordeón como instrumento solista, aunque quizá lo haga también un poco por ego, por esa sensación de pánico que te hace ponerte a prueba constantemente. Aunque conciertos para acordeón hay pocos, en cada país hay un par de ellos destacables, porque tiene que escribirse muchísimo para que quede algo que permanezca siempre.
—¿Clásica o contemporánea?
Esa dualidad tan frecuente no deja de ser una convención, una etiqueta que se pone para entendernos, pero nosotros no hacemos música clásica salvo que toques Mozart, Haydn o alguno de estos compositores asociados al clasicismo. A mi me gusta hacer la música contemporánea, pero entendiendo como tal la producida en nuestro tiempo y que te permita tener al compositor entre el público, o poder hablar con él el día del estreno. Me parece que es estar viviendo tú la historia. Pero con todo lo que nos han aportado los grandes clásicos, hay cosas que son insuperables, auténticos monumentos de la música, tanto para instrumentos solistas como para orquestas. Y eso no lo podemos olvidar. Es como si un pintor dice «no, no, a Velázquez quítamelo pallá».
—¿Y lo del extranjero cómo lo llevas? ¿Has estudiado o tocado fuera?
—He viajado por el extranjero, pero no relacionado con la música. Si cuando eres más joven no te animas, luego es más complicado. Yo he recibido algunas ofertas, pero les llamo ofertas por decir algo. Porque a veces vas a un festival y no te pagan el viaje, ni vas con caché, o sea que al final eres tú el que paga por tocar, y yo por ahí no paso, aunque admito que es muy importante el referente del extranjero, sobre todo en España. Sé de muchos acordeonistas que viajan por el mundo tocando, pero para mí supone un enorme sacrificio personal. Pero sí, los grandes focos son Francia, Alemania, Italia, Rusia, y se está trabajando mucho por allí.
—¿Entonces, por dónde te has movido?
—Yo me formé en Oviedo, y Oviedo es muy importante para mí. Aunque los conservatorios hoy en España se enfrentan a retos muy importantes, porque hay un profesorado un poco quemado y somos a veces más burócratas que músicos. Y luego en Asturias, por ejemplo, existe la ley de incompatibilidades, y un profesor no puede dar una gira de conciertos e impartir clases a la vez, tiene que escoger. Si tienes un contrato discográfico y una plaza de funcionario tienes que optar. Es como si a un cirujano que da clases de medicina no le dejaran operar. Y eso está ocurriendo, no sé si sólo en Asturias, yo creo que no, pero ocurre. Así que te meten en tu aula y ahí te quedas hasta que te jubiles. Y se acabó tu carrera de músico. La burocracia es rígida y es un desastre para que puedas evolucionar como artista.
—¿Tú eres de Vegadeo, o me lo he sacado yo de la manga?
—Bueno, es un poco de lío. Yo nací en Ferrol, pero me crié en el Bierzo. Luego mi padre se retiró de la mina y me vine para Asturias con doce años. Mi relación con Vegadeo viene más por parte de mi mujer, aunque ella tampoco es de aquí. Ahora trabajo en Galicia, en el conservatorio de Xinzo de Limia, porque vivir de los conciertos es muy difícil y sacrificado, y tendrías que vivir en la carretera como una estrella del rock, y eso no va conmigo. Yo me permito dar cinco o seis conciertos al año. Me gusta esa libertad de poder tocar donde yo quiera, y no tener que comer directamente de la música, porque eso significaría no saber qué día vas a comer y cuál no.
—A mí me extraña un poco cuando me dices que vas por libre, que no tocas en el extranjero, que seleccionas tus conciertos. Te veo un poco ‘pasotilla’, y tú eres muy bueno; insisto, pero que muy bueno.
—Y también muy inseguro. Pero ahora sí que estoy en un momento que quiero relanzarme de alguna manera. Quitarme de tocar algunas cosas que son intrascendentes y centrarme en los recitales, y con acordeón solo. Me lo he planteado así para los próximos años y espero hacerlo; no, vamos, seguro. Pero autogestionándome completamente, porque además tengo que compatibilizarlo con el conservatorio: mis días de asuntos propios, fines de semana, vacaciones, etc. Pero en ese sentido la docencia tiene mucho margen. Yo no tengo ningún problema con la docencia, y al final, con los años, te vas acomodando a ello. Pero mientras eres joven, no. Hay que trabajar y hacer música, porque es cuando el cuerpo y la cabeza están en su mejor momento.
—¿En el conservatorio enseñas acordeón, o más cosas?
—Sí, pero asignaturas teóricas. Yo soy el profesor de Historia de la música, de Armonía, de Análisis… y de Acordeón, claro, pero es una asignatura que está naciendo como quien dice y ahí estamos luchando por ello y construyéndola día a día.
—¿Alguno de tus alumnos ya apunta maneras?
—No, todavía no. Hay uno que empieza ahora el superior, pero hay que ir despacio. Ahora todo el mundo quiere tener un genio en casa, pero no va por ahí la vida. Si lo tienes, lo tienes, y si no a relajarse.
—¿Y qué porcentaje habrá de vocaciones espontáneas, que no estudien música porque tu padre o tu madre, sobre todos las madres, te empujan a ello?
—No sé, pero seguro que bajo. Que el niño te diga, así porque sí, que quiere ser músico debe ser un porcentaje mínimo. Al conservatorio les apuntan unos para que pase la tarde, otros porque quieren tener a un Mozart en casa. De todas formas, pasar por un conservatorio o por una escuela de música cuando te estás formando yo lo obligaría. Si tuviese un hijo, que me gustaría tenerlos, yo lo llevaría. Luego que siga o no, pero está demostrado que los resultados académicos son mejores tanto en el colegio como en el conservatorio.
—¿Pero aparte de la enseñanza normal, en el colegio o el instituto, o introduciendo más clases de música en la enseñanza reglada?
—No, no, aparte. En la escuela quitaron un montón de horas de música y la relegaron a una esquinita en el montante de la educación pública. Es el triunfo de la ignorancia. Habría que preguntarle a un neuropsicólogo qué diferencia de funcionamiento hay entre el cerebro de un músico y un no músico.
—Pues insisto en que debes perseverar en el tema de los conciertos, autogestionándote o no, porque tienes unas cualidades y calidades espléndidas. Y yo creo que te van a llover ofertas sin que muevas un dedo, sólo con que te escuchen.
—Hombre, yo quiero llamarles ofertas, esa es la historia. Pero no puedes quedarte en casa esperando que suene el teléfono, te lo tienes que currar tú a nivel de autogestión y marketing y todo eso. Y en ese aspecto sí que soy un poco vago, me cuesta venderme, no hay manera.
—Dices que no tienes hijos, y que te gustaría. ¿Y también te gustaría que fueran músicos?
—Yo creo que sí, y que me superasen. Que me humillasen a los doce años. Yo sí tengo claro que les voy a obligar a estudiar música; y repito, obligar. No digo que anden de concursos y que den conciertos, pero desde luego música van a estudiar. Lo tengo clarísimo, porque quien cuestione que la música no es fundamental para el desarrollo de un ser humano es un soberano ignorante.
—¿Oye, y cómo llegaste hasta el Festival? ¿Llamaste tú o te fueron a buscar?
—No, no, llamé yo. Me enteré de la existencia del Festival hace un par de años y me quedé con la boca abierta, por lo de internacional, y los grupos que venían y todo eso. Pero no había estado nunca, ni siquiera como público. Entonces me enteré, y presenté una solicitud con una propuesta de programa y un vídeo y les gustó, y aquí estamos. Y muy feliz, y creo que acerté claramente, porque además me hicieron esa labor de marketing que no me gusta hacer y mi nombre llegó hasta Madrid y todo.
—¿Y qué te parece la fórmula?
—Pues un valor muy a tener en cuenta en una zona rural como Vegadeo y Piantón. Y al final es más de una semana de proyección la que tienes con las presentaciones, los conciertos itinerantes, y viene la tele y la prensa y todo eso. Y luego que se juntan músicos profesionales con gente que no lo es, incluso niños y todo, que a mi eso me parece una maravilla.
Sorprende hablar con un concertista de la talla de Alejandro Ares —con una sólida formación, discos grabados, premios importantes, nutrida experiencia docente, pero sobre todo capaz de haber convertido un instrumento, habitualmente relegado a un segundo plano, en un dignísimo medio de expresión de música culta— y hacerlo con esa humildad manifiesta y sin un atisbo de vanidad ni divismo, que podría permitirse sobradamente. Alejandro es un hombre apegado a la tierra, a la gente, a lo cotidiano, y lo mismo despierta fervores en una sala de conciertos que se suma con auténtico entusiasmo a una fanfarria de feria. Lo que antes, con buen rollo, llamaba pasotismo seguramente es sabiduría, y desde luego sentido de la libertad. De cualquier manera, yo de mayor quiero ser como él.